jueves, 24 de abril de 2025

Un Estrépito en la Mañana


El estruendo fue tan fuerte que la tierra pareció sacudirse.

Inés abrió los ojos de golpe, el corazón acelerado sin razón aparente.

Una algarabía crecía afuera, voces alteradas, gritos que se cruzaban.

La mañana, que apenas despuntaba hermosa y serena, se había quebrado.

Aún en pijama, se calzó las chanclas y salió con su hijo Alejandro de 14 años, quien también se había levantado sobresaltado.

Cuando abrió la puerta, lo vio todo…

el caos, la gente corriendo, una nube de polvo flotando como humo.


Y entonces, Alejandro su hijo, con la voz temblorosa, le susurró:

—¡La casa de los abuelos!


El mundo se detuvo. Un enorme camión, cargado con metales, había bajado sin control por la colina

y se había estrellado de lleno contra la casa de sus padres,
a solo una cuadra de donde ella vivía.

Sin pensar, sin sentir los pies, corrió.
Corrió con el alma apretada y la respiración cortada.
Al llegar, la escena era aterradora.

Los vecinos ayudaban a sacar al conductor del camión,
cubierto de sangre, inconsciente.
No se sabía si aún respiraba.

Pero Inés no lo miró mucho.
Solo pensaba en una cosa:
sus padres.

Tomó a  Alejandro de la mano y se abrió paso entre los escombros.
La casa, casi irreconocible.
Puertas fuera de sitio, paredes quebradas, muebles aplastados.
Llegó a la habitación…
y no estaban.

—¡Papá! ¡Mamá! —gritaba desesperada.

No hubo respuesta.

Buscó entre los restos de cocina, el baño, el patio… nada.
El nudo en su garganta creció, y ya casi no podía respirar.

Hasta que algo llamó su atención.
Una silueta a través de una ventana rota.

Miró con el alma en vilo…
y ahí estaban.

En la casa vecina.
Sus padres.
De pie.
Vivos.

Salió corriendo, sin sentir el cuerpo,
y los abrazó fuerte como si su vida dependiera de ese abrazo.

Su madre lloraba, su padre temblaba.
Pero estaban a salvo.

—Un dolor de vesícula —explicó él con la voz calmada y serena—
nos sacó de casa a las cinco de la mañana.
Tu madre no aguantaba más, así que fuimos al hospital.

Y esa molestia,
esa pequeña tragedia previa…
les salvó la vida.

Inés cayó de rodillas.
No sabía si agradecer, si llorar, si reír.
Solo sintió que ese día,
entre el caos y la ruina,
había recibido el mayor regalo:

La vida.


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