domingo, 20 de abril de 2025

“La Cueva del Silencio”

 


Esa mañana…

ella despertó con el corazón pesado.
El eco de una traición le rondaba el alma:
su novio… con su mejor amiga.

No dijo nada.
No lloró frente a nadie.
Solo empacó su cámara, algo de fruta,
y salió al bosque.
Un lugar que siempre la había abrazado en silencio.

El sendero era tranquilo.
Las hojas brillaban con el rocío.
Los monos saltaban entre los árboles.
Y ella respiraba… como si cada inhalación borrara un poco el dolor.

Click.
Foto de un tucán.
Click.
Una mariposa azul.

Y entonces…
el destino se pintó de colores.

Un ave.
De plumaje rojo, azul y oro.
Irreal.
Mágica.

Levantó su cámara…
pero el ave voló.

Y ella, sin pensar, la siguió.

Corrió entre ramas,
pasó un arroyo,
saltó raíces.
Y entonces,
el suelo cedió.

Un segundo.
Un grito.
La caída.

Abrió los ojos.
Dolor en la pierna.
Arena húmeda.
Oscuridad.

Estaba dentro de una cueva.
Su mochila… no estaba.
No tenía agua.
No tenía comida.

Y entonces,
un sonido.

El roce de algo pesado, arrastrándose.
Un caimán.
Grande.
Silencioso.
Fijo en ella.

El miedo golpeó su pecho como un tambor.
Quiso gritar.
Pero respiró.
Una vez.
Y miró al caimán.

Él no se movía con hambre…
sino como si patrullara un camino.
Y ella lo entendió:
donde él entró,
había una salida.

El reloj marcaba la una de la tarde.
Tenía que salir antes del anochecer.
Porque en la noche…
nadie sobrevive a la oscuridad de una cueva.

Arrastrándose,
cojeando,
con la pierna sangrante,
comenzó a seguirlo.
Siempre a distancia.
Siempre atenta.

Trepó piedras.
Se metió en agua helada.
Rompió su blusa para hacerse un torniquete.
Se cayó.
Se levantó.

Su cámara se había perdido,
pero ella estaba capturando algo más grande:
la foto de su alma peleando por vivir.

Horas pasaron.
Y cuando el sol empezaba a morir allá afuera,
ella lo vio.

La luz.

Una grieta en la roca.
Un soplo de viento con olor a hojas.

Gritó.
Con toda su fuerza.
Y subió.
Sola.
Con la pierna rota…
pero con el corazón encendido.

Salió al exterior.
Justo cuando el cielo se vestía de naranja y violeta.

Un día.
Solo uno.
Veinticuatro horas.
Eso bastó para transformarla.

Ya no pensaba en quien la traicionó.
Ni en lo que perdió.
Solo en lo que descubrió:

Que a veces,
hay que caer en la oscuridad
para entender la fuerza de tu propia luz.

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