En su mirada danza el sol naciente,
un fuego exótico que todo ilumina,
misterio envuelto en brillo transparente,
que al alma toca y dulce la domina.
Su cabellera, trono de la brisa,
reposo eterno de la libertad,
como una selva viva que desliza
sus sombras suaves con serenidad.
Las curvas de su cuerpo son caminos
que extravían los suspiros sin regreso,
como ríos secretos, tan divinos,
que fluyen lentos en sagrado beso.
Su piel es terciopelo de alborada,
caricia de la luna en su esplendor,
con cada poro canta la alborada,
y el tacto es melodía de amor.
Exhala una fragancia inigualable,
mezcla de flores, cielo y corazón,
tan única, sutil e inquebrantable,
que embriaga al mundo sin explicación.
Es como el mar que nunca se repite,
profunda, azul, sin fondo ni final,
un horizonte etéreo que transite
el alma sin retorno terrenal.
Su esencia es como el canto de la selva,
salvaje, libre, pura y sin temor,
una diosa amazónica que envuelva
con su belleza todo alrededor.
Y yo, poeta errante de su encanto,
le escribo con el alma a flor de piel,
porque en su ser, sin dudas, hay tanto,
que hasta el amor se queda siendo fiel.
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