Corría el año de 1972, en un pequeño pueblo del centro del Magdalena, al norte de Colombia. Un lugar donde la modernidad aún no llegaba: casas de paredes de vareque con barro, techos de paja, calles polvorientas y una vida compartida con gallinas, pavos, patos, burros y vacas. La electricidad era un lujo inexistente, y la mayoría de sus habitantes se dedicaban al trabajo del campo.
Manuel, un joven campesino, vivía de lo que sembraba: yuca, ahuyama y tabaco. El estudio no era una opción, el trabajo sí. Compartía su vida con Alicia, su esposa desde hacía dos años. Una mujer de piel morena y mirada dulce, que lo ayudaba con el cuidado de los animales. Juntos luchaban por salir adelante entre las carencias de la época.
Cada noche, después de trabajar la tierra, Manuel salía con su escopeta y un foco de mano a cazar. Era su única distracción, y a la vez, una forma de complementar la humilde economía del hogar. Conejos, armadillos, neques, icoteas, venados… ningún animal del monte estaba a salvo cuando Manuel acechaba.
Una noche cualquiera, como tantas otras, salió a las seis en punto. Alicia se despidió desde la puerta, iluminada apenas por los mechones de kerosene que ahuyentaban la oscuridad. Manuel se internó por las trochas conocidas, atento al monte, al mínimo crujido de las ramas o movimiento de sombras.
La luna estaba llena y brillante. Todo estaba en calma… demasiado en calma. El monte no emitía un solo sonido. Ningún grito de aves, ningún zumbido de insectos, ni siquiera el ulular del viento. Solo silencio. Un silencio pesado, que ponía los pelos de punta.
Cerca de la medianoche llegó a una casa en ruinas, abandonada hace años, y decidió descansar antes de regresar. Fue entonces cuando lo escuchó. Un ruido seco, a su derecha. Se detuvo. El corazón alerta. Preparó su escopeta. El ruido cambió de lugar. Ahora venía de atrás. Giró. Nada. De pronto, a su izquierda. El sudor le corría por la espalda. “Debe ser un tigrillo”, pensó.
Entonces volvió a sonar... y esta vez lo reconoció. Era un venado. Ese sonido sordo, casi elegante, al pisar las hojas secas. Alumbró con su foco… y lo vio. Enorme. Majestuoso. Pero lo que más le impactó fueron sus ojos rojos, fijos en los suyos, como si lo estuviera esperando.
Apuntó, pero antes de jalar el gatillo, algo lo golpeó con fuerza en la espalda. Cayó al suelo. El arma se desarmó, el foco rodó. Y en la oscuridad, entre destellos de luna, vio más ojos rojos. No uno. Varios. Grandes. Fijos en él.
Se levantó como pudo, armó su escopeta. Cuando volvió a alumbrar… no había nada. Solo el silencio. Aterrador. Inquietante. Sin pensarlo, comenzó a caminar de regreso. Pero esa sensación de ser observado no lo abandonaba. A cada paso, el miedo crecía.
Se detuvo. Sintió algo detrás. Apuntó. Nada.
Siguió caminando, casi corriendo, hasta que logró llegar a la casa de un vecino. Golpeó con desesperación. Un anciano le abrió. Al verlo pálido, sin aliento, lo hizo entrar.
Manuel le contó lo que había vivido. El viejo lo escuchó con atención y luego habló con una calma que heló su sangre:
—No eres el primero, hijo. Lo que viste… es el espanto de los tres venados. Un alma del monte que cuida la zona. Muchos han sido testigos… y ninguno ha salido igual.
Desde aquella noche, Manuel jamás volvió a cazar. Ni a pasar por ese sitio. El monte había hablado. Y él había escuchado.
HISTORIA REAL.
CREDITOS A MI SUEGRO.
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