martes, 8 de abril de 2025

A LA DERIVA, PERO NO VENCIDO.

 


La última vez que vio el sol, no pensó que sería testigo de su propia despedida.

Cristóbal, un pescador curtido por el salitre y los años, había salido al mar como lo hacía desde joven. Pero esa mañana el cielo estaba inquieto, como si presintiera lo que iba a ocurrir.

 Los viejos del muelle lo advirtieron: “No es buen día pa’ zarpar”. Pero él tenía que hacerlo. Su hija cumplía años, y el único regalo que podía llevarle era una buena pesca.

A varias millas de la costa, la calma del mar se quebró de pronto. Un viento helado rugió como una fiera, y el cielo se rompió en rayos. Las olas se alzaron como montañas y su pequeña lancha fue tragada por el caos.

Horas después, Cristóbal despertó colgado de un trozo del casco, solo, herido, sin rumbo... y con el corazón deshecho. Lo habían dado por muerto.

El sol quemaba durante el día y las noches eran un infierno helado. Sin agua dulce, bebía la lluvia. Sin comida, pescaba con las manos cuando el mar se lo permitía. En una ocasión, se le acercaron tres tiburones. Giraban en círculos, esperando que se rindiera. Lo miraban con hambre, como el mar mismo.

Pero él no se rindió.

Cada vez que sentía que el fin estaba cerca, cerraba los ojos y veía dos cosas:
El rostro de su hija soplando las velas.
Y la sonrisa cansada, amorosa, de su esposa esperándolo en el porche.

Ese recuerdo se volvió su escudo, su fuego interno. Cada amanecer era una nueva promesa: “Aguanta un poco más, Cristóbal. Solo un poco más.”

Pasaron cinco días. Su piel ardía por el sol, sus labios sangraban, y el hambre le retorcía el alma. Pero entonces, una gaviota gritó en el cielo. Y luego otra. Y otra. ¡Tierra!

Con las últimas fuerzas, remó con sus manos desnudas, guiado por el instinto. Las rocas cortaron su piel, pero no le importó. Al tocar la arena, lloró. No de dolor, sino de triunfo.

Una pareja que caminaba por la orilla lo encontró deshidratado y casi inconsciente. Llamaron a emergencias. Nadie podía creerlo: el hombre perdido del mar había regresado.

Su esposa cayó de rodillas al verlo entrar al hospital. Su hija, al abrazarlo, no lo soltó por horas.

Y Cristóbal, con los ojos brillando como nunca, solo pudo decir:

"No fue el mar el que me salvó. Fue el amor lo que me mantuvo a flote."

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