En medio de un campo reseco bajo el sol abrasador. Todo parecía rendirse al calor, pero no él.
Un gato de pelaje negro y cola esponjosa caminaba con paso decidido, como si el desierto no existiera en su camino una silueta apenas visible.
Una tortuga pequeña, agobiada por el sol débil, casi sin aliento. El gato se detuvo, la miro y sin dudarlo buscó lo imposible. Agua. Un viejo balde oxidado y medio lleno fue su hallazgo. Mojó su pata y con ternura infinita la llevó hasta la boca de la tortuga una,dos,tres veces, hasta que sus ojos comenzaron a brillar.
Pero no fue suficiente. El gato empujó el balde con todo su cuerpo, con toda su voluntad. Cada centímetro era una batalla contra el polvo y la fatiga, hasta que el agua estuvo cerca, lo suficiente para salvarla.
La tortuga bebió y entonces descansaron juntos bajo un arbusto seco, donde el sol ya comenzaba a ceder.
Y allí, en ese instante perfecto, el viento sopló con dulzura.
Como si la naturaleza honrara su acto de compasión, porque a veces los héroes no llevan capa, llevan patas suaves y una mirada noble.
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