Había pasado mucho desde aquella noche en que, el gato negro de cola esponjosa y andar sereno, partió en busca de sus padres humanos. Había vivido peligros, salvado vidas, hecho amigos… y ahora, por fin, el camino lo llevaba de regreso.
A su lado, caminaba firme su leal nuevo compañero: un perro de pelaje canela, de mirada noble y corazón valiente. Lo había salvado de la tormenta, y desde entonces el cachorro buscó a su salvador para andar a su lado.
—Mi nombre es Brandy —dijo el gato mientras subían una pequeña colina adornada de flores silvestres.
—Y yo me llamo Canela —respondió el perro, moviendo la cola con alegría.
Los campos eran de un verde brillante, el viento olía a vida, y las montañas nevadas en el horizonte les prometían aventuras futuras. El sol acariciaba sus espaldas mientras compartían historias y sueños.
—Si mis padres aún están en casa —dijo Brandy con un brillo en los ojos—, puedes quedarte a vivir con nosotros.
—¿De verdad? —preguntó Canela emocionado—. ¡Sería el mejor regalo del mundo!
Ambos rieron como niños. La esperanza los guiaba.
Pronto, los paisajes de la naturaleza dieron paso a los ruidos y colores de la gran ciudad. Brandy reconoció el camino. Su corazón latía más rápido.
—¡Es aquí! —exclamó, corriendo por una calle que conocía de memoria.
Pero al doblar una esquina, un sonido los detuvo.
Ladridos. Gritos. Un pequeño cachorro pitbull, de piel clara, manchas oscuras y mirada inocente, estaba rodeado por tres perros grandes y agresivos.
Sin dudarlo, Brandy se interpuso.
—¡Atrás! —rugió con autoridad.
Canela saltó a su lado. La dupla se mostró tan decidida, tan valiente, que los agresores retrocedieron. Un bufido, una mirada, y los bravos se marcharon.
El pequeño cachorro temblaba, pero sus ojos brillaban con admiración. Sin decir nada, comenzó a seguirlos.
Brandy no lo detuvo.
—Vamos, pequeño. A veces, la familia se encuentra en los caminos más inesperados —dijo.
Finalmente, al doblar la última esquina, Brandy se detuvo en seco.
Ahí estaba…
La casa.
Su hogar.
Y en el jardín de rosas, su madre humana. Regando las plantas. Con la misma dulzura de siempre.
Ella lo vio. Soltó la regadera.
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¡Brandy!
Corrió hacia él. Lo tomó en brazos. Lloró. Rió. Lo abrazó con toda el alma.
El padre salió poco después.
—¡Es nuestro Brandy! ¡Regresó!
Y juntos lo alzaron, besaron su cabeza, acariciaron su lomo.
Brandy ronroneaba entre sus brazos, con el corazón lleno.
Había regresado.
Había encontrado una familia más grande.
Y el amor, ese que nunca se rompe, lo había estado esperando todo este tiempo.
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